Miércoles de madrugada. Otro día que, como de costumbre, entré al cuarto de mi hijo, Jesús Gabriel Cruz Arce, para despertarlo y llevarlo al colegio.

Esta vez me adelanté para observarlo en el claro oscuro de la mañana. El pasado martes, cumplió 18 años y mientras observaba que aún dormía profundamente me vinieron a la mente mil y una escenas. Como cuando tu espíritu se separa de tu cuerpo y revive momentos del pasado hasta llegar a otro plano.

Recordé su nacimiento cuando del dolor se pasó al llanto y del llanto a la felicidad. Desde ese momento demostraste ser guerrero pues enfrentaste una condición de salud y hoy día eres un joven firme y decidido.

Fueron muchas las noches que me levanté calladamente solo para verte y asegurarme de que todo estuviera bien.

Te vi crecer y desarrollarte, establecerte metas y alcanzarlas convencido de que lo lograrías.

Disfruté cada competencia deportiva y fueron muchos los momentos en que tus triunfos me arrancaron lágrimas, así como las veces que en silencio lloré luego de disciplinarte o responderte con fuerza cuando surgían las diferencias.

Amo tu creatividad, talentos, espontaneidad y tu manera de ver la vida, así como el gran amor y confianza que le profesas a tu mamá y a la familia. 

Confieso que por los pasados meses he estado muy sensible sabiendo que en poco tiempo comenzarás a trazar tu propio camino con tus aciertos y desaciertos.

Es duro entender que de aquí en adelante seremos consejeros y que serás tú quien tome la determinación final.

Hoy la historia se repite, pero de forma diferente. Hace más de 25 años mi espíritu murió un poco cuando me tuve que separar de mi unicornio azul. 

Nunca pude disfrutar esas etapas como nos merecíamos, pero nuestros espíritus estaban encadenados por siempre.

Hoy tus alas comienzan a extenderse y pronto alzarás vuelo para mirar el mundo desde lo alto. Y yo volveré a llorar de alegría. 

Sí, porque no hay diferencias entre padres y madres. Nosotros pujamos con ellas y trasnochamos con ellas. Al igual que mamá, disfrutamos los abrazos y sufrimos los golpes y las enfermedades de nuestros hijos e hijas. 

Revisamos el cuarto silenciosamente para ver que todo esté bien. Gozamos cada etapa y nos escandalizamos por lo que ocurre en estos tiempos. Al igual que mamá, está prohibido meterse con los nuestros y sentimos temor de que los lastimen.

Pero Dios, para estar más tranquilo, les permitió cargar el fruto del amor en su vientre y vivir el dolor intenso para dar vida. Siento envidia de la buena por ese privilegio. 

Fue entonces cuando me di cuenta de que se hacía tarde y desperté al joven hombre para luego consentirlo con un buen desayuno. 

Al llegar al colegio lo vi alejarse sabiendo que en solo horas lo volvería a ver. 

De vuelta casa a volví a llorar repitiéndome varias veces “tus hijos no son tuyos, son de la vida”.